domingo, 18 de febrero de 2024

Mito Caribe: KANAIMA

 


"El Espíritu de Kanaima" por Wilmer Zabala 

(Óleo sobre Lienzo 70 × 50 cm)


Kanaima es el Espíritu vengador de la sangre de los indios amazónicos derramada durante los distintos combates. Para el pueblo Pemón, Kanaime o también llamado Canaima / Kanaima, es un Dios teogámico que, según las creencias, se transformaba en jaguar cuando se proponía castigar a los malvados. Según la cosmogonía de los Achaguas provenían del jaguar, y los Guaraúnos, aún hoy día, piensan que tienen el poder de transformarse en tigres o jaguares y cuando son atacados en la selva por esta fiera creen que hay un indígena oculto bajo su piel.



KANAIMA 


Los hombres habían sido creados por los espíritus del bien y poseían el fruto de los árboles, la sombra de las montañas sagradas y los productos de la caza y de la pesca. Y el maíz y la yuca germinaban tras la estación de las lluvias bajo la tierra de sus conucos.


Pero cada año, cuando descendían las aguas del gran Orinoco, sobre él y sus afluentes aparecían las piraguas caribes, que atacaban a las tribus asentadas en los valles regados por el viejo padre de los ríos.


Las gentes consideraban a los caribes como a espíritus del mal, con sus rojas cabelleras teñidas de onoto y manteca de tortuga, sobre las que a la luz del sol brillaban vistosas coronas de plumas. Sus cuerpos eran ágiles y esbeltos e iban adornados con collares y brazaletes de hueso. Orgullosos conquistadores, atacaban los poblados y golpeaban a sus habitantes con la maza de guerra, la pesada macana que tenía incrustada una piedra cortante.


 -¡Ana cariná róte! -gritaban los caribes-. Sólo nosotros somos gente. Los demás son nuestros esclavos. Y ante su presencia todos se preparaban a defenderse, llenos de terror, y tensaban rápidamente sus arcos.


 Silbaban las flechas y se elevaban las plegarias para invocar a los espíritus protectores de cada tribu; pero casi siempre triunfaban los caribes en aquellas terribles batallas, en las que se lanzaban fieramente sobre los atacados, bebían la sangre de los moribundos y arrancaban el corazón de los que aún estaban vivos.


Después del combate remataban a los niños, a los ancianos y a los bravos guerreros que se les habían enfrentado, cuyas cabezas conservaban como trofeos de su victoria y cuyos miembros eran devorados en festines rituales, al final de cada guerra, para que su valor no se perdiese y fuese a aumentar el de los vencedores.


Sólo salvaban la vida las mujeres y los muchachos de la tribu derrotada, los cuales eran conducidos a las piraguas, que remontaban luego el río cargadas de esclavos. Aquellas eran repartidas entre los más valerosos caciques, que poseían muchas mujeres, según las hazañas que habían realizado en la guerra. Los jóvenes servían como esclavos al vencedor eran regalados a los vecinos más poderosos, como prenda de amistad y alianza.


¿Cuál era el origen de estos crueles caribes que todo lo destruían a su paso, que mataban y esclavizaban a los pue- blos, que flechaban a los prisioneros vivos y hacían flautas con los huesos de sus víctimas?


El prestigio fabuloso y terrible de su poder y de su fuerza, su sistema ritual de venganza, que era practicada siempre por el pariente más cercano a la víctima, hizo que los demás pueblos les atribuyesen extrañas procedencias.


Los sálivas decían que el espíritu Puru, compadecido en cierta ocasión de que las gentes que vivían en las márgenes del Orinoco fuesen continuamente atacadas por una enorme serpiente, envió a su hijo a la tierra para que la matase.


El hijo de Puru se enfrentó con la serpiente, logró esquivar sus acometidas y, después de un duro y terrible combate, la mató.


Entonces, el buen espíritu maldijo al animal, diciéndole: -Habitarás para siempre en un sitio lleno de tinieblas y jamás entrarás en mis dominios.


La serpiente muerta quedó tendida y olvidada en un apar- tado lugar; pero cuando se fue descomponiendo empezaron a nacer gusanos en sus entrañas y los gusanos se transfor- maron luego en hombres y en mujeres y salieron del cuerpo de la serpiente convertidos en parejas caribes, que se exten- dieron por el mundo y fueron los ascendientes de aquella raza devastadora.


Este era para los sálivas el origen de los caribes, aunque los achaguas creían que provenían directamente del jaguar, y los guaraúnos, aún hoy día, piensan que tienen el poder de transformarse en tigres, y cuando son atacados en la selva por esta fiera creen que hay un caribe oculto bajo su piel.


En sus incursiones por las tierras que invadian, los cari- bes difundieron también sus mitos, y con el paso del tiempo quedó entre los descendientes de aquellos bravos guerreros: arekunas, kamarakotos, taurepanes, maquiritare, el mito de Kanaima, vengador de las tribus vencidas.


¿Quién es Kanaima?


Por toda la geografía de la tierra venezolana, extendidos desde el Coquivacoa al Río Negro, entre el mar Caribe y la sierra Pacarima, los espíritus de la fiebre, de las convulsio- nes y del dolor de cabeza, los que llegan con el agua de los inviernos o la sequía de los veranos, son invocados en los sonoros lenguajes primarios con nombres diversos; son conju- rados y temidos; se los exorciza y se los ve salir entre la espuma del Orinoco o reír con espantable risa que suena como los truenos por detrás del Auyan-tepui o del gigantesco Roraima.


Pero independiente de todos ellos, como una gran nube oscura, está Kanaima, el espíritu de la venganza, que no es la fiebre, pero que puede ocasionarla; que no es el dolor, pero que puede provocarlo; que es para los indios, en la montaña, en el llano o en el río, en cada tribu y según el momento, siempre distinto, aterrador y difuso, algo que ame- naza a todas las gentes y a cada individuo, pues una tribu entera o cualquiera de sus miembros debe pagar la deuda de sangre contraída por sus antepasados.


Kanaima se distorsiona, se agranda o se empequeñece, se limita a un árbol o a una piedra o se extiende a representar al espíritu ofendido de toda una raza vencida hace innume- rables lunas, cuyos muertos, tendidos bajo el fango, piden venganza sobre los descendientes de sus matadores.


Y allá en lo más profundo de la selva, adonde aún no ha llegado nadie, aislados seres que provienen de las razas de- rrotadas, acechan el momento del desquite, envidiosos de los conucos y de las flechas de los arekunas, de los kamarakotos, de los taurepanes, de los maquiritare, de todas las gentes de sangre caribe...


Por eso, cuando los indios se internan en la selva o se extravian por alguna trocha, cuando la oscuridad se va ce rrando sobre el ramaje y los árboles parecen fantasmas del bosque, Kanaima está esperando oculto tras un tronco y co- loca al paso del hombre perdido los bejucos enredados que lo hacen tropezar y caer.


Ya en el suelo siente el indio cómo Kanaima le golpea todo el cuerpo y le infunde luego su mágico soplido en la cabeza y en los pies para que se enferme, dejándolo aletarga- do y moribundo.


El que ha visto a Kanaima y ha escuchado su grito de sové, sové, va luego a morir a su chinchorro sin decir a su familia ni a las gentes de su tribu por quién ha sido atacado.


Sólo cuenta que sufrió la acometida de un tigre en la selva, pues si dijese la verdad, la venganza de Kanaima podría ser aún más terrible.


Este Kanaima, vengador de las tribus vencidas, se trans- forma a veces en zorra, en tigre, en venado o en cualquier otro animal, en virtud de las plantas mágicas mu rán, y después de matar a su víctima enloquece y vaga por el bosque durante algún tiempo, como una especie de mons- truo separado de las gentes y de las bestias.


En su locura, el animal Kanaima sigue el rastro del muer- to y lo busca bajo las piedras, entre los viejos troncos o allí donde esté enterrado, pues cree que el cadáver es su camaza de kachirí.


Por eso, muchas veces las sepulturas de los indios son rondadas por las zorras y los tigres o por el espantoso aouineripué, de enormes ojos brillantes, que escarba con una varita los sepulcros y bebe el líquido de la muerte como si fuera el jugo fermentado del maíz.


Algunos indios que se han atrevido a dormir en la choza abandonada de sus parientes muertos, han podido ver en las noches sin luna el resplandor de los ojos del aouineripué y han escuchado su silbato llamando a sus compañeros, los otros animales Kanaima, y han contemplado luego con horror la danza de los Kanaimaton alrededor de las tumbas, tan semejante a los bailes rituales de los indios en sus fiestas sagradas.


Kanaima es otras veces un hombre que, según la tradición, debe vengar la muerte de un miembro de su tribu.


En cuanto queda encargado de ello, sufre una extraña transformación. Es abandonado por su propia sombra y en su lugar encarna el espíritu del muerto. Poseído por él, siente el indio una fuerza desconocida que le enciende la mirada, le endurece los músculos y lo convierte, aun por encima de su deseo, en el mismo Kanaima, la venganza, haciéndole huir de las gentes de su tribu, a las cuales abandona para internarse en la selva como una fiera irritada cuya presencia todos deben evitar, pues quien lo viera podría convertirse también en Kanaima o ser alcanzado por la venganza del muerto, el cual se apodera de la mente y de los sentidos del vengador, dirigiendo sus pasos a través del bosque y haciéndolo penetrar incluso en las ciudades de los civilizados para hallar a su víctima.


Ningún obstáculo detiene al hombre Kanaima en su obsesiva búsqueda. Finalmente, cuando descubre al deudor de sangre, lo ataca con armas envenenadas o se abalanza sobre él, destrozándolo y descuartizándolo aún vivo..


Después de tres soles de haber cumplido su espantosa misión, el vengador es abandonado por la sombra del muerto, que desde ese instante reposará tranquila en el lugar donde habitan las de sus antepasados. El indio vuelve a su cuerpo, recuperando su propio espíritu; siente su corazón liberado de odio y desea de nuevo la compañía de los demás, el brillo del fuego y la presencia de la mujer.


Entonces arroja lejos de sí la venganza, para lo cual dis- para una flecha y lame la punta de su lanza, a fin de que no siga cometiendo muertes, que ahora serían injustificadas. Ya es en este momento un hombre como los otros y puede regresar entre los suyos.


Existe otro Kanaima cuya venganza se solicita y se paga. Kanaima que suele haber en casi todas las tribus y que es un indio que conoce el nombre, el color y los terribles efectos de las plantas que produce la selva. Sabe cuáles son las que matan en el acto, las que envenenan poco a poco, las que hacen adelgazar lentamente hasta dejar sólo la piel sobre de las mujeres, esparciendo oscuras manchas por su cuello, sus pier- nas y sus manos, como si el onoto o achiote se hubiera des- teñido y derramado por todo el cuerpo. Conoce también el uso de los venenos que provocan llagas, tumores, verrugas, y los que hacen caer el cabello, las cejas y las pestañas. Y guarda oculta como un tesoro su terrible sabiduría, dejándola a veces como herencia a sus propios hijos.


Cuando alguien es ultrajado por un miembro de su misma tribu o de un poblado vecino, para vengar la ofensa por me- dios extraordinarios y destruir a su enemigo acude a este Kanaima de oficio, que entre algunas tribus se llama camajayero.


Prepara, pues, cuidadosamente los regalos que ha de ofrecerle, y en secreto, sin que su propia familia sospeche su intención, atraviesa la selva por extraviados caminos y va a buscar al Kanaima de un poblado diferente al suyo, con el cual concierta la venganza.


Kanaima, entonces, elige un compañero y se embarca en su curiara, llevando una bolsa llena de plantas venenosas y unas pequeñas cerbatanas hechas de tibias de ave. Sólo viaja de noche, cuando los ríos se pierden en un túnel de boscaje y el canalete se desliza por la negrura del agua como un rumor más entre los ruidos de la selva. Durante el día esconde su embarcación, ocultándola entre la maleza y los bejucos de la orilla. Y así cada jornada, hasta que llega la última noche de su recorrido y distingue un resplandor de fogatas en el poblado en donde vive la victima.


Mientras todos duermen, Kanaima sale de su canoa y pisa la tierra solamente con el talón o la punta del pie para que su rumbo no sea conocido. Seguido por su acompañante se acerca luego con sigilo a los ranchos y lanza su terrible e inconfundible silbido, que alterna con otro de su compañero.


Entonces se desvanecen los demás ruidos de la noche y tiem- blan las gentes dentro de sus chinchorros, aterradas, esperan do entre las sombras con una angustia que el tiempo alarga, la luz del amanecer.


Por fin llega el día y los alimentos de toda la tribu son escondidos debajo de las tinajas, de las taparas y de las totu- mas, para resguardarlos del aire envenenado que Kanaima produce mágicamente esparciendo las sustancias de las plan- tas dañinas.


Y en cuanto el sol desaparece comienza de nuevo el terror a lo inesperado: a los ojos de fuego que pueden brillar en la oscuridad; a la sombra que se agiganta entre las sombras; al graznido del ave misteriosa que vuela por primera vez sobre los ranchos...


Vuelve a escucharse el silbido y los ojos de las gentes se agrandan y los oídos se aguzan y todo el cuerpo se tensa. Hasta que al fin, al cabo de pocas o muchas noches, algún indio se enferma y, tendido en su chinchorro, se entrega a la venganza que ya se cumplió, no sólo en su cuerpo que- brantado, sino también en su espíritu poseído, pues Kanaima le invade los sentidos y la mente, ensombreciéndole la vista y la voluntad y extendiéndole por el cuerpo el calor de la fiebre.


Aquella noche, aunque ya no se oyen los silbidos lúgubres, nadie duerme. Se apagan todos los fogones del poblado y en medio de la oscuridad entra el piache en el rancho del enfer mo y empieza a sorber por las narices una infusión de tabaco verde hasta quedar embriagado y como adormecido.


A medida que se le van borrando las cosas que lo rodean, nota una fuerza en su interior que lo empuja hacia arriba, y dando entonces un enorme brinco desaparece entre la tupida enramada de palmas que forman el techo de la churuata.


Después de un rato de completo silencio aparece de nuevo y se sienta en su banco tallado en figura de animal, desde el que golpea el suelo con las varitas y rollos de hojas que lleva en la mano, al mismo tiempo que canta rítmica y lentamente. En seguida se siente envuelto en un circulo de brillante resplandor, a cuya luz distingue a Kanaima sentado sobre el pecho de su víctima. Y con extrañas palabras que sólo él comprende, le pide que abandone a su presa.


Después de unos momentos de angustia, en los que sólo se escucha el rumor del viento por entre los árboles del bosque, Kanaima pronuncia su fallo, que es entendido única mente por el piache, el cual lo transmite a las gentes. Si con su conjuro ha logrado aplacar al espíritu de la venganza, el indio curará en el término de dos días. De lo contrario, morirá.


Aterradora realidad escondida en la selva, Kanaima es un peligro más que añadir al de las bestias feroces y al de la potencia arrolladora de la Naturaleza contra el hombre. Y los kamarakotos, los arekunas y los demás descendientes de los bravos caribes sufren hoy día en su carne el ataque de seres misteriosos envueltos en piel de tigre.


Muchos días, cuando los indios de la región de Kavanayén, en la Gran Sabana, tienen que cruzar el bosque para cazar o pescar en las quebradas, buscar miel silvestre, talar árboles viajar a otros poblados, hallan tendido sobre las trochas medio oculto entre los bejucos el cadáver descuartizado de algún compañero.


Cuando esto ocurre, los indios quedan sobrecogidos, sin- tendo a su alrededor la presencia de Kanaima. Se espesa el ey se nublan los ojos bajo la sombra de las palmeras, que aire de pronto parecen hostiles y desconocidas, y hasta el mismo silencio se vuelve amenazante.


El hombre muerto, con los miembros rotos y las vísceras abiertas, es el reto de Kanaima. La sangre derramada y socia de barro grita la violencia, y los indios retroceden para no pisarla, tratando de imaginar el ataque e intentando descu brir por las huellas qué garras, qué macanas o afiladas ha- chas fueron empleadas para cometerlo, porque el horror de la verdad sería menos espantoso que esta ignorancia y esta ausencia de rastro que todo lo envuelve, que penetra hasta los rincones más apartados de la selva.


Algunas veces, las víctimas de la venganza están todavía vivas, pero se niegan a explicar nada, y dicen solamente: -Kanaima me aporreó.


Así, ahora y mañana, Kanaima destruye la vida de los indios.


Cierta vez, una joven de Kavanayén encontró a su marido tendido en el chinchorro, con el cráneo aplastado y arrojando sangre por la boca. Y cuando quiso averiguar lo que ocurría, el hombre con- testó: -Fui atacado por Kanaima y no quiero que su venganza caiga sobre ti ni sobre nuestra hija. Sólo a mi padre o a mi madre puedo explicarles cómo me hirió.


Las palabras del indio entraron como carbones encendidos en los oídos de la mujer, que se llenó de temor y salió del rancho para avisar a las gentes del lugar.


-Kanaima ronda en el bosque, cerca de nosotros -les dijo-, y mi marido está escupiendo sangre, porque el mal espíritu se ha introducido dentro de él.


Al oir aquello, todos quisieron saber cómo Kanaima había herido al indio y se lo preguntaron a la mujer, pero ella no pudo aclararles nada y solamente les transmitió el deseo de su marido.

Entonces enviaron a un muchacho para que avisara a los padres del enfermo, que vivían en otro poblado, a una jornada de camino.


En cuanto recibieron al mensajero, los padres atravesaron el valle y se internaron en el bosque, separando con sus hachas la maleza y los bejucos, para vencer la reciedumbre de las ramas cruzadas y de la hierba altísima que por todas par tes los rodeaba.


Pero la espesura de las matas les cortaba el paso y se cerró la noche antes de que pudieran ver a su hijo, por lo que tu- vieron que quedarse a dormir en la selva.


Mientras tanto, en la choza del indio enfermo, su mujer y su hermana se asomaban por turno a la entrada del rancho, esperando ver aparecer a los padres en los umbrales del bosque y temiendo cada sombra, cada extraño rumor, los silbidos de las aves nocturnas y el chapoteo de los caimanes en el caño cercano.


El indio se movía constantemente en su chinchorro, sus- pendido entre los troncos de la churuata, con la piel quemada por la fiebre y la mente encendida de horribles visiones. De vez en cuando decía en voz alta:


-Nunca te hice ningún mal, Kanaima; ¿por qué te ven gas asi de mi?


Las mujeres le habían aplicado todos los remedios que co- nocían, sin conseguir ahuyentar a los malos espíritus de su lado, y al fin, atemorizadas por la presencia de la muerte y cansadas de luchar, se sentaron en el suelo del rancho con la vista fija en la fogata prendida bajo el chinchorro del indio que agonizaba.


La luz de las brasas proyectaba una danza de sombras contra las hojas de palmera del techo. De la oscuridad de la selva no llegaba ningún rumor.


Y de pronto se encendieron unas llamas ante la entrada del rancho y empezaron a caer junto al chinchorro del enfermo pequeños palos, fibras retorcidas de bejuco, piedras, barro... Al poco rato se murió el indio sin hablar nada más, y en seguida se apagó la lumbre del bosque y las mujeres oyeron espantadas unos pasos que se alejaban huyendo...


Puede también no ser Kanaima animal ni hombre y estar oculto bajo las peñas, entre las lagunas, en los picudos sa lientes de las quebradas, en la roca que se desprende del ce- rro, en el aroma mortal de la planta venenosa, en el roce de la araña mona, en la rama que cruje y en la luz que se en- ciende en la oscuridad; en el apagamiento repentino del sol tras la enramada del bosque, en el fango que se hunde bajo los pies, en el puente de troncos sobre el que se resbala al cruzar una torrentera.


Rómulo Gallegos lo vio como el mal espíritu de la selva, el que produce en la noche los rumores desconocidos y los silencios aterradores; el que deja caer los árboles sobre las caravanas de balateros; quien embrujó la mente fantástica de Marcos Vargas para arrebatárselo a la ciudad, hundirlo en la espesura de los troncos y perderlo entre la maleza y los be jucos...


Pero, además, Kanaima no está sólo en los árboles y en las rocas, en los ríos ni en las montañas, sino por encima de las cosas que rodean al hombre, como algo contra lo que na die se puede prevenir.


Este Kanaima es la venganza terrible de Tupán, el espíritu superior a los otros, que castiga a las gentes por medio del espíritu malo Yuruparí.


Yurupari cabalga sobre un extraño ser con alas, que silba como Irés el grillo y que tiene una enorme cabeza en forma de totuma, brazos tan largos que casi le llegan al suelo, cola de oso hormiguero, boca de oreja a oreja y grandes colmillos.


Guiado por el grillo, que es su compañero y espía, este monstruo arrebata a los indios que se hallan solos en la selva, los destroza y se los come, y apaga la vida de los enfermos que han dejado de ser protegidos por el irritado Tupán.


Durante la noche se aproxima a los poblados y entre las sombras apalea a los indios con su macana o los estrangula con la cuerda kanaimé de la venganza.


Kanaima no es un mito perdido en el tiempo. El paso de las lunas lo ha dejado presente e intacto entre las gentes y por el otro lado de los cerros que nunca han sido escalados. Envuelto en las sombras, conocido e ignorado, está detenido en los linderos de la más extraordinaria fantasía y la más cruel y brutal de las realidades.


Este es Kanaima, el mito caribe del remordimiento, del miedo a los fantasmas de las tribus vencidas, que alcanza desde la ligera sombra de una rama a la venganza de un dios. Tan tenebroso como la selva, tan largo como los ríos, tan grande como las montañas y ante cuyo solo nombre muchos indios han muerto.


María Manuela de Cora 

1972 Monte Ávila Editores 

Caracas 

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