Devotos acuden diariamente al Cementerio General para venerar a malhechores menores de edad.
EFE
Es la primera vez que Nacarí acude al Cementerio del Sur de Caracas, pero el ramo de margaritas turquesas que lleva esta joven venezolana no es para ningún familiar ni amigo sino para Ismael, el más socorrido de los santos malandros o “Corte Malandra”, porque nadie dijo que para ser santo hace falta haber sido bueno en vida.
Esta corte, la más baja dentro del culto santero de María Lionza, la conforman una serie de delincuentes menores que cuidaron durante los años setenta los barrios en los que vivían y que murieron de forma violenta, como actualmente ocurre en Caracas con 130 personas por cada 100.000 habitantes, la mayoría jóvenes de entre 15 y 20 años.
Ahora, venezolanos provenientes de todo el país acuden a diario a sus tumbas para pedirles que les protejan de los que son como ellos, en una ciudad en la que cada fin de semana la sección de sucesos recoge escabrosas muertes por ‘malandreo’, sicariato o tristes “errores”.
Como Nacarí, que viajó desde la localidad de Maturín, en el oriente del país, para agradecer al santo que salvara la vida de su hermano, al que “querían matar”.
Acompañada por su hija de apenas diez años, cuenta que “contactó” con Ismael a través de un santero, y que fue este malandro, que lleva más de treinta años muerto, el que le advirtió del peligro de su pariente, algo por lo que le está “inmensamente agradecida”.
La mujer espera a que la tumba de Ismael, presidida por una imagen de más de un metro de altura en la que se le ve vestido con pantalón amarillo, camisa verde, gorra hacia atrás, gafas de sol y pistola al cinto, se desocupe de devotos, para poder ofrecerle la cerveza que acaba de comprar y que destapa frente a él.
Ella explica que tiene que volver otro día para pasar la noche en el camposanto junto a la tumba de Ismael, muerto a los 22 años de edad a manos de la Policía, y así conseguir sacar a su marido de la cárcel.
De Ismael se dice que era un ladrón inofensivo, que defendía su zona de la incursión de otros malandros y robaba bancos para repartir el botín entre los vecinos más necesitados, una especie de Robin Hood criollo al que, a pesar de la Iglesia católica, los habitantes de una Venezuela azotada por la inseguridad y la violencia invocan.
Mientras tanto, alrededor de la imagen se congregan varias personas que realizan el tradicional ritual que consiste en dar tres golpes al suelo, prender un cigarrillo en la boca de la imagen y echar anís alrededor mientras se acompaña al santo.
Por eso, la cerveza es la bebida más demandada en el carrito de refrescos que Rosa tiene apostado desde hace más de tres años en esta zona del cementerio, donde trabaja porque -dice- “miedo no dan los muertos, los que hacen el mal son los vivos”.
Carlos es de una de las barriadas populares de casas de ladrillo y techos de uralita que se enclavan en los cerros que rodean este histórico cementerio inaugurado en 1876.
Viene en motocicleta y se enciende un puro, como hace cada semana desde “hace ya algún tiempo”, para pedir a Ismael que le proteja, aunque no quiere especificar si es de los delincuentes o en su próximo “palo” (asalto).
Y es que hasta ahí también se acercan delincuentes a pedirles ayuda en sus fechorías, en una sociedad en la que la mayoría de los robos se salda con algún muerto.
A la “Corte Malandra”, la más próxima a las tentaciones y pecados mortales, pertenecen, entre otros, Isabelita, que juró vengarse de todos los hombres tras ser violada a los 12 años. También Tomasito, que murió de 132 tiros (sin contar la balas que pasaron por el mismo hueco) durante un intento frustrado de robo a un banco, según se cuenta.
Para subir a los altares santeros de la trinidad alternativa formada por María Lionza, el negro Felipe y el cacique Guaicaipuro, deben hacer el bien para redimirse de sus pecados terrenales.
La antropóloga Daisy Barreto señala en el documental venezolano sobre santos malandros, “Pa santo yo”, que este culto “refleja una violencia donde no hay justicia ni derecho”, por lo que se buscaría a través de lo espiritual una protección negada por las autoridades oficiales encargadas de ello, que en muchos barrios ni entran.
Otro de los espacios emblemáticos de la “Corte Malandra” es el callejón Eduvigis o “la calle de los brujos” de Petare, lugar de encuentro para devotos y médiums de la corte y donde dicen que se puede ver caminar a Ismael con un cigarrillo prendido del labio y un revólver del calibre 38.
Sin embargo, no hace falta salir de casa para invocar sus favores, ya que las tiendas de santería del centro de Caracas venden por un módico precio las figuras de estos jóvenes con sus pistolas al cinto y sus gafas de sol para colocar en los salones, a la par que el Sagrado Corazón de Jesús o la estampita de la Virgen de Betania.
Sin pertenecer directamente a la “Corte Malandra”, pero formando parte de este ecléctico culto, otros míticos personajes de la historia cotidiana de Venezuela son honrados e invocados en este cementerio.
A pocos metros de la de Ismaelito, bajo un árbol centenario del que cuelgan un sinfín de casas y autobuses de cartón, descansan los restos de Victorino Ponce, albañil y curandero que murió a los 70 años a finales del siglo XIX y que “en vida hacía muchos favores a los necesitados”.
Así lo explica José Ferrer, devoto guardián de la tumba desde hace seis años, que mantiene limpia y cuidada como una promesa a cambio de las colaboraciones que recibe de los que acuden a pedirle “carro y techo”.
Las placas de agradecimiento se refieren a favores que ha concedido “a aquellos que le piden con mucha fe y mucha devoción”, cuenta Ferrer, quien se despide con humildad, “aquí estamos a la orden, en lo poco que yo les pueda servir y en lo poco que conozco, con mucho gusto”.
En esa misma cuadra del cementerio, rodeado de cuadernos y camisas de colegio, se encuentra el mausoleo de María Francia, al que se accede a través de un pasillo lleno de placas de agradecimiento.
La mayoría es de estudiantes a los que esta alumna muerta prematuramente ayudó con sus deberes colegiales, además de los novios que le piden fortuna para su vida amorosa.
Del cuello de la figura de mármol, rodeada de ramos de flores y fotografías de jóvenes, cuelgan medallas de méritos académicos y tantos son los presentes que se le ofrecen que su cuidador debe quemarlos cada cierto tiempo para que no se acumulen en torno al panteón.
A su lado, en el mismo altar conviven entre velas y flores una figura del negro Felipe, de Jesucristo, del médico popular José Gregorio Hernández, que dicen murió atropellado por uno de los pocos coches que circulaba por Caracas, e incluso una figurita de plástico de Esmeralda, la gitana de “El jorobado de Notre Dame”.
Para el fotógrafo venezolano Nelson Garrido, guía en esta visita por el camposanto, este sincretismo es “maravilloso”, ya que muestra la diversidad en las creencias.
“Somos un país de gran diversidad y necesitamos pensamientos diversos, no pensamientos únicos, donde aceptemos diferentes maneras de asumir la religión de manera independiente a través de lo que uno quiera”, apunta.
“Esto lo mueve la fe, es una demostración de la necesidad de creer en algo y de tener algo que respetar. El cementerio acoge a un sector de la población que necesita creer en algo en un momento en que el país no tiene en qué creer”, añade el fotógrafo.
Garrido considera que, al igual que los mercados, los cementerios son reflejo de la situación de cada nación y “lo que estamos viviendo es un país saqueado, de tumbas abiertas (..) donde no se respetan los muertos y donde la cantidad de muertos diarios colapsa cementerios y morgues”, dice en alusión al pésimo estado que presenta el camposanto.
Esta corte, la más baja dentro del culto santero de María Lionza, la conforman una serie de delincuentes menores que cuidaron durante los años setenta los barrios en los que vivían y que murieron de forma violenta, como actualmente ocurre en Caracas con 130 personas por cada 100.000 habitantes, la mayoría jóvenes de entre 15 y 20 años.
Ahora, venezolanos provenientes de todo el país acuden a diario a sus tumbas para pedirles que les protejan de los que son como ellos, en una ciudad en la que cada fin de semana la sección de sucesos recoge escabrosas muertes por ‘malandreo’, sicariato o tristes “errores”.
Como Nacarí, que viajó desde la localidad de Maturín, en el oriente del país, para agradecer al santo que salvara la vida de su hermano, al que “querían matar”.
Acompañada por su hija de apenas diez años, cuenta que “contactó” con Ismael a través de un santero, y que fue este malandro, que lleva más de treinta años muerto, el que le advirtió del peligro de su pariente, algo por lo que le está “inmensamente agradecida”.
La mujer espera a que la tumba de Ismael, presidida por una imagen de más de un metro de altura en la que se le ve vestido con pantalón amarillo, camisa verde, gorra hacia atrás, gafas de sol y pistola al cinto, se desocupe de devotos, para poder ofrecerle la cerveza que acaba de comprar y que destapa frente a él.
Ella explica que tiene que volver otro día para pasar la noche en el camposanto junto a la tumba de Ismael, muerto a los 22 años de edad a manos de la Policía, y así conseguir sacar a su marido de la cárcel.
De Ismael se dice que era un ladrón inofensivo, que defendía su zona de la incursión de otros malandros y robaba bancos para repartir el botín entre los vecinos más necesitados, una especie de Robin Hood criollo al que, a pesar de la Iglesia católica, los habitantes de una Venezuela azotada por la inseguridad y la violencia invocan.
Mientras tanto, alrededor de la imagen se congregan varias personas que realizan el tradicional ritual que consiste en dar tres golpes al suelo, prender un cigarrillo en la boca de la imagen y echar anís alrededor mientras se acompaña al santo.
Por eso, la cerveza es la bebida más demandada en el carrito de refrescos que Rosa tiene apostado desde hace más de tres años en esta zona del cementerio, donde trabaja porque -dice- “miedo no dan los muertos, los que hacen el mal son los vivos”.
Carlos es de una de las barriadas populares de casas de ladrillo y techos de uralita que se enclavan en los cerros que rodean este histórico cementerio inaugurado en 1876.
Viene en motocicleta y se enciende un puro, como hace cada semana desde “hace ya algún tiempo”, para pedir a Ismael que le proteja, aunque no quiere especificar si es de los delincuentes o en su próximo “palo” (asalto).
Y es que hasta ahí también se acercan delincuentes a pedirles ayuda en sus fechorías, en una sociedad en la que la mayoría de los robos se salda con algún muerto.
A la “Corte Malandra”, la más próxima a las tentaciones y pecados mortales, pertenecen, entre otros, Isabelita, que juró vengarse de todos los hombres tras ser violada a los 12 años. También Tomasito, que murió de 132 tiros (sin contar la balas que pasaron por el mismo hueco) durante un intento frustrado de robo a un banco, según se cuenta.
Para subir a los altares santeros de la trinidad alternativa formada por María Lionza, el negro Felipe y el cacique Guaicaipuro, deben hacer el bien para redimirse de sus pecados terrenales.
La antropóloga Daisy Barreto señala en el documental venezolano sobre santos malandros, “Pa santo yo”, que este culto “refleja una violencia donde no hay justicia ni derecho”, por lo que se buscaría a través de lo espiritual una protección negada por las autoridades oficiales encargadas de ello, que en muchos barrios ni entran.
Otro de los espacios emblemáticos de la “Corte Malandra” es el callejón Eduvigis o “la calle de los brujos” de Petare, lugar de encuentro para devotos y médiums de la corte y donde dicen que se puede ver caminar a Ismael con un cigarrillo prendido del labio y un revólver del calibre 38.
Sin embargo, no hace falta salir de casa para invocar sus favores, ya que las tiendas de santería del centro de Caracas venden por un módico precio las figuras de estos jóvenes con sus pistolas al cinto y sus gafas de sol para colocar en los salones, a la par que el Sagrado Corazón de Jesús o la estampita de la Virgen de Betania.
Sin pertenecer directamente a la “Corte Malandra”, pero formando parte de este ecléctico culto, otros míticos personajes de la historia cotidiana de Venezuela son honrados e invocados en este cementerio.
A pocos metros de la de Ismaelito, bajo un árbol centenario del que cuelgan un sinfín de casas y autobuses de cartón, descansan los restos de Victorino Ponce, albañil y curandero que murió a los 70 años a finales del siglo XIX y que “en vida hacía muchos favores a los necesitados”.
Así lo explica José Ferrer, devoto guardián de la tumba desde hace seis años, que mantiene limpia y cuidada como una promesa a cambio de las colaboraciones que recibe de los que acuden a pedirle “carro y techo”.
Las placas de agradecimiento se refieren a favores que ha concedido “a aquellos que le piden con mucha fe y mucha devoción”, cuenta Ferrer, quien se despide con humildad, “aquí estamos a la orden, en lo poco que yo les pueda servir y en lo poco que conozco, con mucho gusto”.
En esa misma cuadra del cementerio, rodeado de cuadernos y camisas de colegio, se encuentra el mausoleo de María Francia, al que se accede a través de un pasillo lleno de placas de agradecimiento.
La mayoría es de estudiantes a los que esta alumna muerta prematuramente ayudó con sus deberes colegiales, además de los novios que le piden fortuna para su vida amorosa.
Del cuello de la figura de mármol, rodeada de ramos de flores y fotografías de jóvenes, cuelgan medallas de méritos académicos y tantos son los presentes que se le ofrecen que su cuidador debe quemarlos cada cierto tiempo para que no se acumulen en torno al panteón.
A su lado, en el mismo altar conviven entre velas y flores una figura del negro Felipe, de Jesucristo, del médico popular José Gregorio Hernández, que dicen murió atropellado por uno de los pocos coches que circulaba por Caracas, e incluso una figurita de plástico de Esmeralda, la gitana de “El jorobado de Notre Dame”.
Para el fotógrafo venezolano Nelson Garrido, guía en esta visita por el camposanto, este sincretismo es “maravilloso”, ya que muestra la diversidad en las creencias.
“Somos un país de gran diversidad y necesitamos pensamientos diversos, no pensamientos únicos, donde aceptemos diferentes maneras de asumir la religión de manera independiente a través de lo que uno quiera”, apunta.
“Esto lo mueve la fe, es una demostración de la necesidad de creer en algo y de tener algo que respetar. El cementerio acoge a un sector de la población que necesita creer en algo en un momento en que el país no tiene en qué creer”, añade el fotógrafo.
Garrido considera que, al igual que los mercados, los cementerios son reflejo de la situación de cada nación y “lo que estamos viviendo es un país saqueado, de tumbas abiertas (..) donde no se respetan los muertos y donde la cantidad de muertos diarios colapsa cementerios y morgues”, dice en alusión al pésimo estado que presenta el camposanto.
Por Paula Vilella
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