domingo, 7 de abril de 2019

Del Panteón de los héroes a la Corte Libertadora



Eduardo Planchart Licea
Analítica 1 abril, 2019
La pintura del s. XIX en Venezuela, una de sus razones de ser era legitimar y justificar los regímenes “militaristas-clericales”, -como diría Antonio Escohotado- instaurados tras la Independencia. La dimensión estética trató de generar una religiosidad oficial al mitificar esta gesta, y fundamentar el poder político en lo sagrado. Y así justificar el no haber implementado un contrato social, o crear una república inspirada en los principios emanados en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, tras la liberación del yugo español. En lugar de ello, se establece una sociedad dominada por lo militar, jerárquico, autoritaria, caudillista donde no tenían cabida los principios del liberalismo y el comercio. Ante esta realidad, pintores como el carabobeño Arturo Michelena (1863-1989) para avanzar en sus carreras, y obtener ayudas gubernamentales para completar su formación en los centros del arte del exterior, y obtener encargos oficiales de esta élite militar desprofesionalizada; debían crear obras pictóricas que enaltecieran el culto independentista, y transmitirle a esos episodios históricos un carácter mitico, que exaltaría los rituales oficiales. Tendencia que se continuó en el siglo XX. Un ejemplo de esto son las 17 piezas pintadas por Tito Salas(1887-1974) en los cuarenta, en el Panteón Nacional, creando nuevos elementos para fundamentar esta religiosidad militarista, en la cual El Libertador es acompañado de ángeles y dioses paganos. Este conjunto estético posee una estructura cosmogónica, al incorporar mitos de origen como son la Fundación de Caracas, o el Juramento de Bolívar en el Monte Sacro.

En este sentido, en el s. XIX se llegaron a crear pinturas paradigmáticas en la historia del arte venezolano como Miranda en La Carraca, 1896, donde uno de los creadores del pensamiento filosófico político independista, oficial de carrera, conocedor de cerca de la revolución francesa, y de lo que era Estados Unidos en ese entonces, y que en lugar de tener temor hacia sus logros, se cuestionaba el porqué ese desarrollo republicano e industrial no sucedía en su patria. Y qué nos muestra el cuadro de la Carraca: un Francisco de Miranda (1750-1816) cansado, desilusionado, con un rostro pensativo, que emana dudas sobre el destino de Suramérica. De no estar recostado, podría percibirse la semejanza de la posición del caraqueño con El Pensador de Rodin (1880), y todo el simbolismo que esta escultura encierra, al representar originalmente a Dante, sentado frente a las puertas del infierno. ¿Sería ésta una de las metáforas de este cuadro de Michelena? El precursor, imaginando el horror que se abriría en su patria, tras la gesta independentista, quien fuera el Mariscal de Campo del ejército revolucionario francés en 1792, estaría imaginando las monteras, el saqueo, la violación… y el caudillismo como principio político, que dominó el territorio nacional hasta la época de Juan Vicente Gómez (1857-1935).
En Venezuela no se llegó a esos extremos, pero dominaron las fuerzas ciegas de la historia; simbólicamente esto podría representarse en Miranda, recostado sobre la cama de paja en una prisión del Arsenal de la Carraca en Cádiz, España; donde muere en 1816. El personaje lleva una indumentaria dominada por los opuestos: el blanco y el negro. Podrían estar simbolizando su paradójica existencia y su polémico pensamiento. En la parte inferior de su cabeza dominan las sombras en la pared, la oscuridad, el caos que devendrá. No hay en la composición de este cuadro la luminosidad, que caracteriza otra de sus obras maestras la Carlota Corday, 1889, decapitada tras asesinar en 1793 con un puñal a Marat (1743-1793), mientras hacía la lista de los ciudadanos que debían ser guillotinados al día siguiente. La luminosidad que penetra por la puerta y por la ventana, la desmaterializan, guían el camino que llevará a Carlota Corday a su muerte.
Francisco de Miranda era uno de los pocos que podía tener esa visión, al ser un lector insaciable de la Ilustración, no en vano poseía en su biblioteca los 24 tomos de la obra de J.J. Rousseau (1712-1778), los 51 volúmenes de Voltaire (1694-1778), y otros libros prohibidos en España. Su biblioteca era una de las más voluminosas del siglo con más de 6.500 volúmenes. Sería ésta la razón por la cual el prisionero de la Carraca se encontraba entre libros en este cuadro. Es él uno de los pocos personajes cultos, reflexivos e informados que tuvo la gesta independentista, había leído a los ilustrados, cuyas ideas transformaron la civilización, y paradójicamente abrieron las puertas a uno de los momentos más terroríficos de la historia francesa: La decapitación por guillotina de la llamada era del terror (1792-1793).
Premonitorio cuadro, pues el Libertador junto a casi todo estos militares, crearon un panteón, pero no como el del Olimpo, ni en la religiosidad del Estado sino en los espacios sincréticos de la santería y sus cortes. Se inmortalizaron en la religiosidad popular venezolana, contemporánea; en la corte libertadora, la corte negra, conviviendo no con Diana la Cazadora, sino con María Lionza, la corte malandra y la corte vikinga. Éstas son evidencias psicosociales de cómo los antivalores, dominan el alma del venezolano. De ahí en parte su incapacidad para enfrentar los retos del presente y el futuro, que exigen valores y un pragmatismo, el trabajo, la constancia y la creatividad opuestos al inmediatismo del pensamiento mágico que nos tiene atrapado en la incapacidad de reacción político de un pueblo dominado por el populismo y la psicología de masas conductista.
Esta generación de artistas, creó un culto al militarismo y a la guerra, evidencia este sentido el Panteón de los héroes, (1898), Olimpo independentista. Los guerreros liberados tras su muerte violenta, o por sus secuelas, han renacido en el más allá. Disfrutan de la inmortalidad del destino del guerrero en el Valhalla. Están en una especie de empíreo como estaría Zeus en la mitología junto a los dioses que domina. No en vano la estructura arquitectónica es la de un monumento griego, pero el cuadro esta contextualizado en nuestra geografía, y en uno de los planos compositivos está El Ávila. El Zeus de este Olimpo es el Libertador (1783-1830), sentado en un monumental trono, con un ángel femenino que simboliza la libertad, sosteniendo entre sus manos una corona de laureles; que simbolizan la gloria y sus triunfos militares. Predomina en este cuadro, lo masculino y lo militar. Abundan los uniformes con hilos brillantes, charreteras, y bicornios; la única mujer presente es Luisa Cáceres de Arismendi (1799-1866), la gran ausente Manuela Sáenz (1795-1856). Y al lado de este Zeus-independentista, está Francisco de Miranda, camina con paso decidido, con mirada orgullosa, todo lo opuesto al prisionero de la Carraca, pintando dos años atrás. Cabría preguntarse, ¿por qué este cambio en la percepción de Miranda por parte de Michelena? Destacan entre la muchedumbre los guerreros y civiles que estuvieron involucrados en la independencia: José Antonio Páez (1790-1873), Antonio José de Sucre (1795-1830), José Félix Ribas (1775-1815), Pedro Camejo (1790-1821). Es un cuadro sin terminar, pues Arturo Michelena estaba muriendo de la enfermedad consagratoria del romanticismo: la tuberculosis, debido a la blancura que provocaba la enfermedad en la piel, que los asimilaba al estar consagrado a la diosa Blanca, la diosa lunar o las musas.


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