...por Michelle Polanco y Luis Valero
Como una baratija, cual
reliquia abandonada, yace la imagen de María Lionza en la Universidad Central
de Venezuela. Vista como una guerrera, una diosa o incluso una reina ante los
ojos de los indígenas y aquellos que la siguieron tanto en vida como en
espíritu. Ahora, ante el desinterés de mortales y ciudadanos, su imagen tallada
en cemento yace en la UCV, oculta y olvidada.
Según la leyenda, hace ya un
tiempo atrás un chamán predijo que cuando naciera la niña de ojos extraños como
el mar, habría que sacrificarla pues su venida significaría una desgracia para
el pueblo. El día llegó en que esta niña de ojos extraños fue traída al mundo,
y su padre fue incapaz de condenarla a muerte. Así que se armó de valor y
decidió protegerla, ocultándola en una cueva donde nadie pudiera encontrarla,
custodiada por veintidós guerreros que la vigilaban día y noche. Esta niña de
ojos extraños creció, dejando atrás la creencia de ser una desgracia, una
profecía malinterpretada, convirtiéndose en una mujer fuerte y decidida.
Con su tez blanca, larga
cabellera negra y ojos peculiares como el mar, no era de extrañarse que fuera
venerada por muchos y odiada por otros. Ella vivía para la naturaleza, entre
los árboles y los matorrales; las actividades de los hombres poco le importaban,
lo suyo era ser uno con la vida silvestre, vagando entre cerros y riachuelos,
mas un día su gente no supo más de ella, se dice que lo último que vieron fue
cómo su silueta se adentraba a una montaña para no ser vista más. Y desde ese
día, su espíritu y su ser trascendieron el lugar. Ella era María Lionza, la
diosa de la naturaleza, protectora de las aguas y las cosechas.
Desde entonces el culto
hacia esta mujer tomó rienda suelta. Empezó como algo pequeño, siendo venerada
por tribus de indígenas adyacentes al lugar en donde fue vista por última vez,
entre las montañas de Sorte, del estado Yaracuy. Sin embargo, poco a poco el
culto a María Lionza fue creciendo, abarcando toda la región del país
venezolano.
Por ende, al ser una deidad
aclamada y adorada por muchos venezolanos, en 1951 el escultor Alejandro Colina
la inmortalizó para el mundo. El artista la esculpió como una mujer desnuda con
musculatura atlética y rasgos indígenas, con los brazos alzados hacia el cielo
sosteniendo en sus manos una pelvis femenina, sinónimo de la fertilidad. Su
cuerpo se rige montado sobre una danta, y ante los pies de la criatura, ésta
aplasta unas serpientes, alusión a la envidia y el egoísmo que acecha al mundo.
Midiendo 7 metros y medio de
largo y pesando más de 15 toneladas, se alzó su estatua en la autopista
Francisco Fajardo, para ser contemplada ante los ojos de transeúntes
ciudadanos. Y así, la Diosa de Sorte, empezó su guardia fija noche tras día,
que no terminaría sino hasta el día de su muerte, vigilando a los ciudadanos,
aquellos caraqueños que día a día pasaban por donde sus ojos alcanzasen a
mirar, a aquellos que de otras tierras caminaban también por allí; algunos con
la única intención de contemplarla, ¿pues cómo apartar la mirada cuando por
encima de sus ojos se yergue la imagen de María Lionza, fuerte como ninguna
otra mujer, exótica, hermosa y salvaje?
Mas no sólo aquellos
transeúntes que se acercaban a ella lo hacían sólo para observarla, muchos
venían con ofrendas para ella, y eso a la Flor de la Montaña le encantaba. A
sus pies dejaban siempre rosas y coronas, cual regalo mendigo ante una reina de
su calibre. Aún así, ella no rechistaba, pues no había regalo más preciado para
María Lionza que lo que la Madre Naturaleza le había dado.
Su piel era gris y
descolorada, pero ella se las arreglaba y se adornaba cada día con sus más
bellas flores y diferentes colores.
Pero el tiempo pasó y María
Lionza empezó a ver las cosas cómo realmente eran.
Al estar todos tan
acostumbrados a que ella estuviese siempre fija en su puesto, lentamente la
comenzaron a olvidar, ya no le traían rosas o coronas, ya no la contemplaban
con el fervor de antes. Y entonces una realización hizo un hueco en su
conciencia; tanto la habían elevado que paulatinamente no le quedó otro remedio
que sólo contemplar la miseria y fealdad de la ciudad, y aunque su corazón
fuese de piedra, no pudo evitar llorar.
Un buen día el mundo escuchó
sus plegarías y contempló con certeza su dolor, esa mañana María Lionza ya no
miraba hacia el frente, había amanecido mirando al cielo. De su vientre una
herida larga y profunda salía, separándola de sus piernas que la ataban a la
danta, que la ataban al mundo material que ya no la recordaba.
Desde hace mucho tiempo que
la Diosa de Sorte no admiraba algo tan puro y tan hermoso como el suave y azul
cielo que la desbordaba ante sus ojos, se sintió plena y pensó para sí misma
que ya todo acabaría, que por fin se reuniría con los suyos y estaría de nuevo
entre la maleza.
Pero a su alrededor sólo
podía escuchar lamentos y voces llenas de miedo, como si su partida al mundo
avecinara un mal augurio. Ella quería decirles que no preocuparan, que esto era
lo que su corazón, aunque de piedra, más deseaba, pues este mundo ya no la
hacía feliz, pues tarde comprendió que ese nunca había sido su lugar. Mas los
hombres, tercos como siempre, no escucharon lo que ella decía. Y tomándola
entre sus brazos, decidieron repararla. La trasladaron a otro lugar, y esta
vez, no había cielo ni ciudadanos que contemplar. La Universidad Central de
Venezuela, había escuchado decir que se llamaba al lugar, de la boca de dos
personas que murmuraban a su lado.
Día tras día experimentaba
con ella, insertándole vallas de metal que le atravesaban el torso de extremo a
extremo, para juntarla de nuevo con la danta, aquella criatura que en antaño la
protegía, pero que ahora se encontraba tan triste como ella. Su piel también
lavaron, con fuertes químicos que arrancaban pequeñas partecitas de su cuerpo y
cualquier suciedad que en su piel se incrustara.
Arduo fue el trabajo de los
hombres, pero al fin habían logrado su cometido, curaron su herida y lustraron
su piel, y en sus ojos vio su imagen reflejada: era hermosa de nuevo. Pero el
hueco en su corazón no podían mancillarlo.
Resignada, pensó que la
llevarían de vuelta al lugar en donde estaba, aquella avenida poco ilustre y
tan transitada. Pero los hombres tenían un plan distinto para ella. No la
habían vuelto a poner hermosa para que los ciudadanos la contemplaran, la
repararon para ocultarla en lo recóndito de ese lugar, sin miedo a que volviera
a malograrse.
Ya no contemplaría de nuevo
el verde de los árboles, ni vería a los pájaros que sobrevolaban sobre ella. Ya
no recibiría ofrendas, rosas ni regalos. Ni sentiría de nuevo el calor del sol
abrazador sobre su piel descolorada. Sólo encierro y tormento la esperaba.
No tardó en llegar a sus
oídos que el lugar donde ella solía hacer su guardia, otra copia a su semejanza
la hacía. Lo más común, pensó ella, era que esa noticia la molestara y la
hiciera sentir defraudada, pero francamente, ya no le importaba.
Todos los días María Lionza
se despertaba con la esperanza de que se apiadaran de ella, si bien ya no pedía
ser libre, esperaba que al menos la devolvieran a la avenida en donde estaba,
pues la soledad la atormentaba. Incluso extrañaba la miseria y fealdad de la ciudad,
pero sus plegarias nunca fueron escuchadas.
Hace ya diez años que el
encierro se convirtió en su hogar. Sin embargo, la Diosa de la naturaleza no
pierde la esperanza de que algún amanecerá de nuevo viendo al cielo, y que esta
vez, tendrá libre albedrío de vagar entre las montañas. Aquellas que se
encuentran en la tierra la vio nacer, su vieja Sorte, allá en el estado
Yaracuy, para estar de nuevo con los suyos, y ser otra vez una con la
naturaleza.
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